TRAVESIAS EN MAR ABIERTO

 LAS BALLENAS NO VIAJAN EN TEMPORADA DE HURACANES
3ra. Travesía Isla La Ventana

Angélica Escoto

Nadar en aguas abiertas es un acto valiente. Te da una agudeza sensitiva para sumergirte dentro de ti mismo. Experimento la gravedad en el agua. Mi esqueleto se desplaza en una posición hidrodinámica para no hacer fuerza. Solo debo confiar en la respiración y soy consciente de ello. Inhalar con la boca, exhalar con la nariz, al revés que en la tierra.

Muevo los pies y las manos, hundo la cabeza en el mar; exhalo, salen burbujas de mi nariz, veo mis manos jalar el agua, avanzo y saco la cabeza, respiro con la boca, hago un ritmo con los hombros, ellos se deslizan y en cada patada, en cada brazada avanzo. Así, brazada con patada, la cabeza afuera, otra vez patada con brazada, la cabeza adentro. Voy bailando. Voy volando, voy respirando. Voy avanzando en el agua, en el mar. Es el Golfo de California, voy hacia la isla La Ventana.
Confío. Cuesta trabajo confiar. Confiar en cómo voy a gastar mi energía en mi organismo. Confiar en el oxígeno máximo, en la capacidad aeróbica.

Pienso que las ballenas no viajan en temporada de huracanes. No se ahogan, ellas saben nadar. Saben hacer travesías largas. No hacen travesías en peceras. Hacen travesías en los océanos de la Tierra.

¿En qué o quién quiero pensar mientras nado?, me pregunto unas horas antes de hacer la travesía: ¿en mi ego?, en mi fuerza?, ¿en mi disciplina?, ¿en mis hijas, en mis hermanas?, ¿en mi madre que parió diez veces?, o ¿en el desierto y sus plantas, tan viejas como gigantes?

Visité por segunda vez la bahía Las ánimas. Vi árboles lomboys enterrados en dunas blancas, con sus raíces ocres desnudas. Vi garzas azules y sus patas se confundían con los troncos de los manglares. Ví muchas cabezas secas de tiburones martillo.
Hace un año en Guerrero Negro, ví un tiburón llamado perro muerto en el viejo faro. No sabía que existía un tiburón con ese nombre. Su cabeza no es más grande que mi mano. En el museo del pueblo hay uno disecado y otro igual de pequeño que se llama tiburón mamón. Es verdad. Tienen que visitar el museo y ahí lo verán. No es broma. El tiburón ballena es tan grande como lento. No le gusta la comida de carne humana. De diez personas que les he contado sobre mi nueva disciplina en aguas abiertas, ocho me han preguntado si no les tengo miedo a los tiburones. Yo les contesto con mi risa desparpajada y nerviosa: No.

No sé si esta noche podré dormir. Experimento el miedo y el deleite de vivir, aunque acepto que sí tengo miedo a los tiburones. Miedo a que me trague una orca. Miedo a que me enrede en una placenta de ballena. Miedo a que una corriente me lleve a mar abierto. Miedo a las medusas.

El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad. Aunque lo desconocido se ha ido reduciendo con el tiempo, en nuestros tejidos nerviosos vive el miedo primitivo. Corre por nuestra sangre. Nadar en el mar es incierto. El peligro es real y más cuando la otredad es un animal. Suena dramático pero lo marco: nadar es un acto de equilibrio y fuerza al filo del abismo. ¿Cuál sería el miedo más monstruoso en desplazar mi cuerpo por el mar? He creado una ruta para cruzar las islas de Bahía de los Ángeles, el archipiélago más grande del Golfo de California. Así quiero envejecer cruzando de isla a isla, de tierra a isla. Y al revés.

La fé no mueve montañas sino islas. Llevo dentro de mí un paisaje mental. Un paisaje imaginario. Un paisaje performativo. Tengo un desprendimiento con mi cuerpo: deliberadamente quiero flotar en el mar.

Caminé más de tres horas por la orilla del mar frente al volcán Coronado buscando el esqueleto de una ballena azul. Encontré una escultura triangular, una pirámide hecha de piedras. Don Rafa, el lanchero más osado y más viejo en la bahía, dice que no sabe quién las edificó. Que siempre han estado ahí. En una playa de piedra pómez, apareció el estómago deshidratado del cetáceo y parecía un camino lunar. Esas piedras flotan en el mar y siempre las encuentro nadando. Y también pasaron cientos de libélulas. Investigué que ellas emigran miles de kilómetros igual que las ballenas. Son seres primitivos, sin esqueleto. Alcanzaron una molécula en la Tierra por primera vez y se convirtieron en estos insectos que vuelan por el agua y por la tierra.

Tercera Travesía: Isla La Ventana, Archipiélago San Lorenzo

La veo todos los días desde la ventana de mi cocina. Google Earth me dice que son tres kilómetros. Esta isla tiene un cabo y en la punta vive un águila pescadora. Por tener de vecinas a la isla Cerrojo y la isla Llave hacen una pequeña laguna. Es un lugar maravilloso. Las he visitado en kayak cuatro veces. Hace un año mi amigo Gerardo y yo le dimos toda la vuelta, pero ahora es la primera vez que llego a ellas a nado. Me estruja saber que este grupo de islas tienen la semántica de la intimidad de una casa: La Ventana, La Llave y El Cerrojo.

Huele a plancton. Hay marea roja, parece un mar sangrado. En el pueblo dicen que si lo bebes te puede dar diarrea. Por eso Jacques-Yves Cousteau le puso mar Bermejo al mar de Cortez, porque cuando exploraba el Golfo de California en su avioneta llamada Calypso podía apreciar grandes manchas de plancton flotando como islas.

Por la ventana veo venir un río rojo que se pega a la orilla del mar. Avanza al final de la bahía, ahora está frente a la casa. Se agrupa para mantenerse más tiempo viva. Al igual que las ballenas, estos microorganismos migran, pero en lapsos brevísimos. Sus desplazamientos están asociados a la gravedad, al día y la noche. Para equilibrar los tiempos de la geología y sus mutaciones ínfimas no viven más de cuatro horas. Si no fuera así en una semana su reproducción podría formar una esfera de igual volumen a la de la Tierra. Se mueven nadando débilmente en mayores cantidades por los mares de las regiones frías. Por eso, ellas, las ballenas permanecen cerca de los Polos.

Plancton significa errante o vagabundo. He nadado dentro de esas islas rosas. Con el agua densa, pegajosa. Te persigue aunque huyas de ella. Cuando atravieso esas islas de plancton lo hago con miedo. A veces me han rozado los pólipos de medusas. Queman como si fuera un soplete y después dan una comezón dolorosa mucho más intensa que la de un mosco llamado Jején.
Subí con Francisco al primer cerro que forma la cordillera que resguarda al pueblo de Bahía de Los Ángeles. Hay una vereda por detrás de la casa de don Ramón, el papá de Francisco. Partimos por un camino escabroso, es una ruta hacia las antiguas minas. Dicen que por ahí bajaban los minerales en mulas. Es una vista espectacular ver toda la bahía desde aquí y más cuando su color es bermejo.

Hace unos meses la marea me trajo a la orilla una mancha rosa. Capturé una muestra que luego dejé olvidada en la mesa del porche. A media noche la sed me hizo ir a la cocina por agua y el mar estaba electrizado. Sí, esa mancha rosa era fitoplancton y como la noche era única y oscura pude admirar un fenómeno de bioluminiscencia. Inmediatamente corrí a ver mi muestra. Lo agité con locura y apareció una vía láctea dentro del frasco. Al amanecer esa materia estaba muerta, pegada al fondo del envase. Había algunos restos verde brilloso y fosforescente; otros, eran negros como hojarasca podrida. Lo abrí y su olor era tres veces más fuerte que un bajamar.

Dopamina y ominoso. Escribo para distraerme. Uno, controlar la respiración. Dos, aclimatar el cuerpo y la cara. Tres, mantener la calma, respirar, avanzar, respirar, conectar con el paisaje. Cuatro, mantener la calma y sentir apoyo del equipo que me acompaña en bote y amigos. Cinco, pedir permiso para hacer el performance (este debería ser el primer punto)…

Basta con sentir más dosis de dopamina y banalizar los pensamientos ominosos para no contradecirme y lograr hacer esta travesía en el mar, aunque sienta mariposas en el estómago. Los centros emocionales del cerebro y nervios alrededor del estómago llevan más tiempo evolucionando que el lenguaje, por eso debo reflexionar sobre mi intuición. En el pasado necesitábamos la dopamina para sobrevivir, para ser mejores. Ahora queremos liberar ese neurotransmisor sin esfuerzo y con una recompensa inmediata.

Ahora he metido las algas en frascos. Quiero registrar su proceso de descomposición. Sus formas extravagantes, sus colores extraños y exóticos: ocre, rojo ladrillo, verde lama, ámbar y amarillo mostaza. Su consistencia parece grenetina dentro del mar y su textura al secarse es como el papel arroz. Sus figuras son extrañas, algunas parecen cerebros. Son organismos unicelulares y pluricelulares. Nacen en las piedras donde llega la luz y hay poca profundidad, ahí se cumple la fotosíntesis. Su sargazo sirve para que los cangrejos desoven. En noviembre pasado no estaban. Eso quiere decir que entre diciembre y marzo empiezan a nacer en las piedras y tienen una simbiosis con peces y corales. Lo sé porque toqué una y se encogió asustada y resbaladiza. Me encantaría grabar el sonido de su ritmo con marea agitada o marea calma.

FOTO 1
Angélica Escoto
FOTO 2
Hanna Chee

Foto 3
Angélica Escoto

Foto 4
Everardo Mariano

Foto 5
Angélica Escoto

Foto 6
Angélica Escoto

Foto 7
Angélica Escoto

Ruta de navegación

Imagen Satelital  Google Earth 

El parque y reserva nacional marino Archipiélago San Lorenzo, ubicado en el Golfo de California, BC, lo componen Bahía de los Ángeles, canal Salsipuedes, canal de Ballenas y bahía las Ánimas. El canal de Ballenas es un gran cañón donde nace la falla tectónica de San Andrés.

Email Me

angelicaescoto67@gmail.com